Empuñar un espada, es lo que necesito. Volver a saborear la vida desde el lado apropiado del pomo de un arma, sentir el fragor de la batalla y la sensación de estar cumpliendo con el deber, son cosas que me hacen sentir viva, útil y eficaz.
La fragua y la pequeña herrería del distrito enano no llegaron a cubrir toda mi sed de vida. Martillear incesantemente sobre el yunque bajo el calor de las ascuas, atender y regatear los pedidos de granjeros, labradores y carreteros para, al acabar el día, disfrutar de una jarra de espumosa cerveza enana en El Cerdo Borracho, era todo a lo que se reducía mi rutina.
Cada noche oiría las mismas historias una y otra vez, soportaría a presumidos gañanes que no tendrían ninguna oportunidad en un campo de batalla de verdad y, enventualmente, terminaría huyendo a casa, lejos de tan lamentable espectáculo. Patanes ebrios, mujeres de vida fácil, carteristas y timadores son la esencia de cualquier cantina y parece que esta en concreto atrae a la gran mayoría de ellos, como el gran remolino que dicen que existe en medio del gran océano y que espero ver algún día.
No se hacer otra cosa. Soy soldado.
Por eso cerré la herrería y me puse en camino hacia el Centro de Mando de Ventormenta, para alistarme bajo la enseña de la Corona y bajo el mando de buenos camaradas de armas, fiables y leales. De momento, hay tres reclutas, aparte del teniente Dárcius y el teniente Gílfor, pero pronto llegarán más y volveremos a ser una unidad de combate.
Las espadas serán de nuevo forjadas para servir en la batalla, como en los viejos tiempos.
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