Sentado delante de una cerveza y hastiado de la inactividad en la fortaleza de Forjaz, me pregunto qué rumbo ha tomado mi vida y qué otros caminos podría haber emprendido. No es que lamente servir al Rey en su ciudadela, pues semejante honor es algo que muchos enanos desearían para su linaje, pero sí que echo de menos la vida errante a la que tanto me acostumbré. Me hace falta sentir la brisa de las montañas, el duro empedrado de la Calzada Real bajo mis pies y la bendición de mis antepasados en el cumplimiento de mi sagrada labor de paladían errante.
También hay otras cosas que me rondan por la cabeza, como el haberle fallado a mi querida niña humana cuando más me necesitaba. La disolución del Alba Carmesí consiguio absorber mis pensamientos de tal modo que no pude advertir lo evidente y olvidé mis verdaderas obligaciones. Quizá no resulté tan buen protector como pensaba, si permití que mi pequeña desapareciera sin más. Lo último que supe de ella es que había estado en prisión por agredir a un oficial, tras lo cual su rastro se perdió para siempre entre las intrigas de Ventormenta.
En la ciudadela de piedra hay excelentes paladines, la mayoría mucho mejores que yo, como para servir al Rey Barbabronce tal y como se merece un monarca. No costará mucho obtener la dispensa del servicio y, después, partiré en busca de lo que de verdad importa.
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