Acababa de llevar un mensaje a los guardias del puesto avanzado, cuando el grupo se detuvo cerca de donde yo estaba descansando. Hacía frío y las llamas de la hoguera no bastaban para calentar las manos. Eran varios humanos, una elfa y un gnomo algo nervioso. Me extrañó que fueran a pie por el Bosque del Ocaso. Poca gente, salvo los de la Guardia Nocturna, se aventuran a caminar por sus sendas marchitas.
Poco a poco, entablamos conversación y me invitaron a acompañarlos. Iban al Cerro del Cuervo. Decidí acompañarles, dejando mi fiel caballo al cargo de los guardias del puesto. Lo que vino después fue una experiencia terradora. Algo misterioso y maligno intentaba retrasar cada uno de nuestros pasos de camino al Cerro y, una vez allí, las misteriosas fuerzas que encantan en lugar se desataron sobre la Casa Grande, que ardió hasta los cimientos, llevándose parte de la cordura del gnomo, el cual huyó enloquecido por entre las ruinas de la aldea.
Recuerdo vagamente la huida apresurada por el bosque, camino de los Páramos de Poniente, mientras algo maligno se burlaba de nosotros atrás, en el camino. El gnomo era un fardo inerte, presa de sus propios delirios. Aun no sé como alcanzamos a salvo la Torre de los Vigías en medio de la noche...
Allí, en la hospedería, el ente que había poseído al gnomo mantuvo en jaque durante largo tiempo a los paladines y sacerdotes humanos que trataban de salvar a la desgraciada criatura. Nunca he sido muy creyente, pero en aquellos momentos descubrí el sobrecogedor poder de la Luz Sagrada.
El gnomo se recuperó de su amargo trance, con secuelas que probablemente le duren toda la vida. Al terminar, se me acercó uno de los humanos, sargento de Ventormenta, por su uniforme. Venía a ofrecerme un empleo si estaba dispuesta.
Quedamos en la capital, en el Centro de Mando. Yo no lo sabía, pero nuestros caminos iban a entrecruzarse de un modo inesperado.
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