Tras abandonar el recinto del portal que me trajo de Entrañas a Lunargenta, permanecí absorto durante largo rato contemplando la inconmensurable belleza de la ciudad de los Elfos de Sangre. Con un domonio casi divino de las antiguas energías arcanas, la hermosa gente había logrado portentosas maravillas. En aquellos momentos me reprendí a mi mismo por haber pospuesto este viaje tantas veces, pues, a pesar de ser aliadas nuestras ciudades, no deja de haber cierta rivalidad y desconfianza entre nosotros.
Todo parecía impoluto y reverberaba con magia contenida en infinidad de estructuras cristalinas que refulgían a la luz del sol y me admiré de su poderío sin igual y de sus extraordinarios conocimientos.
Ansiando retener yo también una parte de ese poder, recorrí embelesado sus bien pavimentadas calles, admirando cada rincón de este lugar, buscando una biblioteca donde empaparme de tanto saber acumulado a lo largo de los siglos, mas pronto acabé decepcionado, sentado en uno de los adornados bancos de un parque.
La ciudad se había convertido en un núcleo de decadencia. Los escasos habitantes con los que me crucé se habían abandonado a todo tipo de placeres interminables, apareándose como seres inferiores en las diversas tabernas y burdeles, entregándose a la bebida y la inconsciencia, barbotando incoherencias en sus propios delirios alucinados. Intenté hacerme entender con algunos de ellos, pero pronto desistí de mi empeño, pues hasta los más finos rudimentos del lenguaje habían sido aniquilados de sus pequeñas mentes.
¿Donde estaban los grandes sabios de los que hablaban los libros? ¿Que fue de su orgullo y su poderío, devorados por la autocomplacencia y la molicie en bacanales sin descanso? ¿Qué fue de los gloriosos artífices del pasado, de sus gestas y sus arcanos saberes? Miré los severos rostros tallados hace largo tiempo en las piedras de los capiteles y decidí que nunca más retornaría a esta ciudad degradada y decadente.
Ya no hay nada que me retenga entre sus palacios y jardines. Lunargenta, ciudad de arcanos saberes se había convertido en un burdel y la prole de la mezquindad se enseñorea de sus avenidas.
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