Y me fui lejos, muy lejos, deseando dejar atrás todo aquél horror, toda aquella sombra en mi vida. Tan sólo el mar podría poner la distancia suficiente entre mi ser y la beatitud de la Luz, pues me sentía mancillada, destrozada en mi más profunda esencia. Ignorante o no acerca de la cuestión de si mi sangre estaba contaminada con la maldición del Ferocanis o no, me autoexilié al otro lado del mar, a Theramore.
Recuerdo la brisa del mar azotando mi rostro y la luminosidad del cielo siempre despejado de Kalimdor sobre Theramore el día de mi llegada. Para mi pobre alma, azotada por las dudas y la oscuridad, fue como un bálsamo vivificante, un soplo de aire fresco que sólo podía traer cambios nuevos y una nueva vida. Una nueva oportunidad.
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