Ya sea debido al cansancio de la larga cabalgada o a una simple curiosidad, caí en la tentación de averiguar el origen del sonido, semejante al gemido de un niño pequeño y me adentré entre los retorcidos árboles. Mis botas hacían un extraño sonido de succión al liberarse del pegajoso barro de los pantanos y pensé que luego me tocaría limpiarlas a fondo antes de irme a dormir. Y fue esa distracción la que me libró de caer en las garras de la más extraña criatura que haya visto hasta la fecha.
Era una masa bamboleante de barro y plantas, en la que brillaban dos ojos redondos y carentes de emociones. La cosa tenía dos garras enormes, nudosas como la raíz de un árbol y letales como las zarpas de un oso. Su primer golpe arrancó la corteza del árbol que estaba detrás de mí y me hubiera arrancado la cabeza de no haber estado mirando mis sucias botas. Me rehice como pude y desenvainé mi arma. La hoja silbó en el fétido aire, mientras la criatura trataba de alcanzarme con sus brazos como troncos. Al final, la destreza se impuso sobre la fuerza y logré derrotar al monstruo, que se derrumbó entre los juncos.
Como pude, me arrastré fuera del lodazal y llegué a terreno firme. Del sonido, no había ni rastro. Más tarde, me enteraría por los veteranos de la guardia que había caído en la trampa de un emboscador de los pantanos, una criatura que imita sonidos para atraer a sus presas y devorarlas en las umbrías profundidades de la marisma. Cosas como esta son las que te hacen desear estar a miles de leguas de aquí.
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