Al principio, no supe quíen gritaba, hasta que lo ví. Era un piel verde enorme ¡ y venía hacia mí con evidentes intenciones asesinas ! Recogí mis cosas lo más deprisa que pude y me dispuse a hacerle frente. En el proceso, creo que perdí una hoja de pergamino que se llevó el viento hasta el cercano río. ¡ Un desperdicio más !
Eso sí que no podía consentirlo, así que me enfadé de veras y empecé a recitar el primer conjuro que recordaba, el de la Bola de Fuego. Para entonces, el enorme orco ya casi estaba encima mía y casi, casi, creí que me patearía con sus rodillas sucias. Cerré los ojos y terminé la última sílaba del conjuro. El poder surgió de mis manos y recorrió los escasos pies que nos separaban, envolviendo al orco con una ráfaga de hielo. ¡ Maldita sea ! ¡ Me había confundido de conjuro !
Por suerte para mí, esto me permitió retroceder lo suficiente como para entonar otro hechizo, esta vez de la escuela arcana, al tiempo que una ráfaga de viento hacía volar todos mis papiros elegentemente dispuestos en el suelo. El conjuro terminó justo cuando el piel verde se liberaba del hielo y la criatura acabó envuelta en una destructora oleada de magia en estado puro que me dejó exhausta de cansancio, al tiempo que consumía al orco en medio de chipas de poder elemental.
Cuando todo acabó me senté a descansar. Me temblaban las rodillas, pero no era de cansancio, sino de rabia contenida por el hecho de ver que todo mi trabajo estaba esparcido a lo largo de la orilla del río. El pegamento se había mojado y la tinta se había corrido. ¡ Tanto trabajo para nada!
Cuando me repuse, recogí mis cosas y me marché. Otra vez vuelta a empezar...
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