Las bestias atacaron durante la noche. Soplaba el viento helado a través del valle y yo me las ingeniaba para mantener el fuego encendido a pesar de todo, cuando ví un destello en la oscuridad. Eran unos ojos amarillos y crueles que me observaban desde la oscuridad fuera del protector círculo de la luz de mi hoguera. Me estaban rodeando y ni me había dado cuenta de su presencia, tan ocupado estaba en mantener la lumbre.
Rápidamente así mi martillo de guerra y me puse de espaldas al fuego, plantando bien los pies en el suelo, esperando la embestida de los lobos. Sin mostrar ningún temor, se abalanzaron sobre mí, con los dientes destellando a la trémula luz del mortecino fuego que se iba apagando poco a poco debido a la ventisca. Podía ver sus ojos deseosos de sangre mientras intentaban acertarme con su fieras dentelladas. El mazo subía y bajaba, partiendo huesos y tiñendose de la sangre de los lobos a medida que los iba alcanzando. Este enano iba a vender muy cara su vida...
Conté al menos tres bajas hasta que los lobos se retiraron a las lóbregas profundidades de la noche sin luna. Aterido y asustado, avivé de nuevo las llamas de la hoguera y esperé su regreso, pero la jauría no volvió a aparecer.
Al amanecer, busqué los cuerpos. Efectivamente, había abatido a tres de ellos y un cuarto debía hallarse muy malherido, de eso estoy seguro. Con mi cuchillo de caza desollé sus cadáveres y corté buenas tajadas de su carne para darme un banquete de filetes de lobo a la brasa.
Irónicamente, el cazador se había convertido en presa y la presa en cazador.
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